“Pequeña catequesis sobre naturaleza y gracia”. Henri de Lubac, S.J. Fundación Maior, Madrid, 2014.
Cuando nos preguntamos por la forma política queremos saber cuál es la finalidad y la consistencia, con qué realidades se relaciona y qué es lo que justifica la existencia de la política. La pregunta, por tanto, no se agota solo con las “formas de gobierno” y reducir la cuestión a ese debate, como lo ha intentado la corriente liberal de los últimos dos siglos, aboca a un agotamiento de la política y a un hastío por parte de los supuestos participantes.
Es razonable preguntarse por aquello que diferencia a la política de otros órdenes, porque no es legítimo confundir la moral, la filosofía, la economía, la religión o la teología, por ejemplo, con lo político. Pero es una cuestión de delicados equilibrios y no conviene tampoco aislarlos, pretendiendo que cada uno actúe en su esfera con autonomía. La política no puede existir sin la economía, ni la economía sin la moral, por ejemplo.
En lo que a nosotros nos preocupa, que es la política, la pregunta que nos inquieta es si lo político tiene una esencia de la que quepan deducirse actitudes políticas o, si por el contrario, es más adecuado hablar de “condición de lo político” en el sentido de que, al contemplar su finitud, se abre ante nosotros una infinitud. Observar lo político es percibir la tensión que existe en la acción política, es observar la permanente construcción del edificio humano cuyos planos están escritos en el firmamento, y darse cuenta de que la ciudad profana, construida alrededor del templo, sirve para acoger el esplendor de la belleza, para con-templarla. Es esta, para nosotros, la verdadera forma política.
La forma de lo político no es una esencia en devenir y, por tanto, no contiene en sí misma un conjunto de leyes que, todas juntas, nos permitan construir el artilugio político definitivo. Por incómodo que pueda resultarnos a nosotros los modernos, las políticas no pueden deducirse de lo político, porque lo político es, en definitiva, la forma que recibe la obra humana en diálogo con su destino. La acción política no se concreta a partir de una deducción lógica de unos principios, sino del diálogo entre lo de aquí y lo de allí, lo de hoy y lo de mañana, lo de abajo y lo de arriba, porque lo político, más que esencia, es drama.
Y así, entre pregunta y pregunta, conversaciones y silencios, conservando al mismo tiempo un profundo amor por el mundo y una cierta distancia con lo temporal, llegamos a la convicción de que el debate entre lo natural y lo sobrenatural puede darnos muchas claves para salir de la encrucijada en la que la modernidad nos plantó. Buscamos, y el libro de referencia sigue siendo “Le Mystère du surnaturel” de Henri de Lubac, pero no es fácil de conseguir y, mientras lo encontramos, dimos con una reciente publicación muy recomendable: “Pequeña catequesis sobre naturaleza y gracia” del mismo autor. Mucho más accesible y con una orientación más práctica, este pequeño ensayo contiene ya algunas pistas para salir con éxito de la encrucijada dualista moderna, que consiste, en palabras de de Lubac en que “por una parte marxista o tecnócrata, el hombre moderno cree equivocadamente poder ejercer por medio de su técnica un dominio ilimitado sobre la naturaleza y crear su historia, y por otra, abdica, llegando hasta a hablar de su muerte, en nombre mismo de las ciencias y las técnicas que le reducen a un nudo inextricable de conexiones naturales”. Es decir, que o no tenemos nada que ver con la naturaleza y podemos hacer lo que nuestra voluntad quiera, o estamos sumidos en el más extremo determinismo y todas nuestras acciones son reacciones causadas por estímulos físico-químicos. La solución no es fácil, porque pide un equilibrio que no es la media de ambos extremos, sino que requiere un punto de fuga, un criterio externo que de razón de ser a los aparentemente contrarios. En efecto, “ni el hombre puede conformarse con seguir a la naturaleza ni simplemente luchar contra ella como si él fuera todo él un ser de cultura y no tuviera nada de biológico, pues su tarea es más bien la de acoger la naturaleza para transformarla”.
Sabemos que hemos subido demasiado alto para hablar de política, pero el fruto de la tierra crece en la copa del árbol, ahí donde da el pleno sol. Ahora hay que bajar y disfrutarlo. No es justo quedarse en la teología si queremos hablar de política. ¿Y cuál es ese fruto que ahora hay que poner en la cesta? Nos lo dice de Lubac: “la tarea es acoger la naturaleza para transformarla”. No obstante, la ideología liberal, muy influida por la separación protestante entre la naturaleza y la gracia, dedujo para la política una forma de concebir el poder negativa: “como el poder es malo, limitémoslo”. La ilustración más optimista dijo lo contrario: “como el hombre posee el poder, construyamos la ciudad humana, un mundo a nuestra imagen”. El naturalismo nos lleva a deducir leyes de la naturaleza y a actuar técnicamente sobre la realidad, y el espiritualismo, la otra cara del racionalismo, nos lleva a despreciar al mundo, al hombre carnal y al poder que nos ha sido dado.
Yves Congar, según cita de de Lubac, nos habla de una “enfermedad de un Occidente tardío”, “la idea de una sobrenaturaleza añadida a la naturaleza: fruto de esa enfermedad de análisis y separación” que nos ahoga. La modernidad vive de ese dualismo y la posmodernidad intenta salir de él con nuevas claves. Ya no satisface ni un inmanentismo que niega el misterio, ni un extrinsecismo que se salta lo concreto existente.
Para de Lubac, en realidad, “hay un deseo natural de lo sobrenatural que es lo que evoca esa correspondencia” posible. La tensión que se da en la condición humana que, a través de la observación de su finitud, cae en la cuenta de su radical infinitud. “Lo sobrenatural es pues ese elemento divino inaccesible al esfuerzo del hombre (¡nada de autodivinización!), pero que se une al hombre, «elevándole», penetrándole para divinizarle, llegando así a ser como un atributo del «hombre nuevo»”. Esto, que según la teología católica, vale para el hombre, para nosotros es bueno para la política: el intento de comprender lo político hace que no entendamos nada, porque no se puede reducir a ley causal aquello que en sí mismo es relación. No podemos acorralar la acción política, hay que orientarla y encauzarla hacia la infinitud a la que tiende. Lo político, como lo natural, es aquella realidad que desea ser elevada, pero que no puede hacerlo por sí misma. Está mal intentar la “autoelevación”, ya hemos aprendido la carísima lección que nos impartieron los mesianismos nazi y socialista; pero también está muy mal negar el deseo de elevarse por encima de uno mismo y conformarse con la seguridad de un orden securitario, también esto lo aprendimos de la sociedad burguesa del siglo XIX y su trágico final representado en el escenario de la Primera Guerra Mundial cuyo origen ahora recordamos.
De Lubac afirma que el cristianismo es una doctrina de “transformación” y nosotros no renunciamos a explorar el sentido político que tiene esta afirmación tan radical. Somos conscientes de lo pantanoso que es este territorio, de las atrocidades que los modernos Prometeos han cometido en el mundo, pero somos también conscientes de la tristeza (acedia) política y social que existe hoy por la inacción y que, si no es debidamente respondida, puede ser acogida por nuevos ídolos políticos o, como dice Ganne, “falsos profetas”.